lunes, 25 de julio de 2011

J

¿Quién soy yo para jugar a exorcismos? La misma que soy para juzgar a mi hermano.

Mi hermano es barítono; tiene una bonita voz cuando canta. También toca el piano; lo hace por vanidad. Lo sé porque me lo contó un día, un día no mucho después de aquello, cuando me llamó por mi nombre desde el salón, donde tocaba el piano. Cuando me presenté ante él comenzó un discurso que, supongo, pretendía ser más didáctico que aleccionador, sin conseguirlo. Unos días antes yo había demostrado a todos que era un fracaso, otro más, el tercero en mi familia. Él, en su calidad de primer fracasado, me dijo muchas cosas, como que tenía que encontrarme a mí misma y que debía volver a mis raíces, a mi leer constante, a mi hacer constante. Todo esto lo decía sin dejar de tocar, no recuerdo qué era, si Chopin o Ravel, o Debussy, y yo me sentía diminuta, y estúpida, y su condescendencia me pesaba sobre la espalda y al mismo tiempo me reconfortaba, porque, en cierto modo no aconsejaba, sino que ordenaba, y siempre se me ha dado bastante bien obedecer antes que seguir mi propia disciplina. Y yo miraba sus manos moverse sobre las teclas blancas y algunas negras, y miraba la superficie del piano, tan brillante, de un negro impenetrable, y la miraba porque no me atrevía a mirarle a él. Mi hermano creía y tal vez aún crea que aquello pasó porque yo me drogaba.

Uno cree que los demás hacen lo que uno hace y que los demás no hacen lo que uno no hace.

Mi hermano intentó suicidarse con veintipocos años, cuando yo tenía unos siete. Parece que tomó pastillas y que al poco, asustado, llamó al cura de nuestra parroquia para avisarle de lo que había pasado. Mis padres, que estaban de vacaciones, recibieron una llamada telefónica al poco de llegar a casa, y fue entonces cuando les dijeron que mi hermano estaba en el hospital y que le habían hecho un lavado de estómago. Aquel año había ido a la universidad, a una ciudad lejos de casa, fundado nuevas amistades y descubierto lo divertidas que son las drogas. Dejó todas las asignaturas del curso. Si el intento de suicidio fue real o si sólo se tomó dos pastillas, no lo sé, aunque tengo mis teorías al respecto, pero sé muy bien por qué lo hizo, o por qué fingió que lo había hecho.

A mi hermano le gusta hablar cuando está de humor para hablar, pero lo que le gusta de verdad es tener razón. Mis opiniones casi siempre son recibidas con desprecio o, en el mejor de los casos, condescendencia, porque yo qué sabré de la vida, si soy una niñata y jamás he estado en una barra americana, y no sé qué más. En eso no le puedo quitar razón, soy una niñata y jamás he estado en una barra americana, aunque he vivido durante dos años rodeada de puticlubs y nunca me pasó nada, y eso que a veces vovía a casa a las cinco de la mañana sola y con miedo y sintiendo no ser lo suficientemente valiente para emborracharme de verdad hasta perder el conocimiento y acostarme sórdidamente con desconocidos para así dar forma física a mis miserias y tener verdaderos motivos, motivos tangibles para ser una desgraciada, y pensando en dormir dieciséis horas seguidas y quizás, con suerte, no volver a despertar. Pero yo tampoco me he drogado apenas, ni me he emborrachado apenas, ni he aprendido apenas. Yo no he sufrido nunca, y esto no está pasando. Es cierto que soy una ignorante, es cierto que soy una fracasada, y también es cierto que lo que yo he sufrido no es más que lo que cualquier otra persona puede haber sufrido en un sólo día de su vida, porque hasta para mi propio fracaso soy mediocre. El fracaso en el fracaso: el metafracaso, eso soy yo.

A mi hermano le gusta juzgar a los demás, aunque tenga en el ojo una viga del tamaño de un portaaviones.

Aquel día, mientras tocaba el piano, mi hermano me daba a entender que él sabía quién era gracias a las cosas que hacía y pensaba. Yo no sé apenas nada del mundo, y dudo mucho que nadie sepa quién es o que lo pueda llegar a saber algún día. Me niego a aceptar que tocar el piano y cantar y tirarse pedos sean indicadores de la identidad, me niego a aceptar la necesidad de construir una identidad, me niego a que me presenten diciendo ésta es Ada, es escultora, le gusta cocinar aunque le da mucha pereza, tiene problemas de ansiedad, le gustan los pepinillos en vinagre y, en sus ratos libres le gusta ver la tele aunque luego se siente culpable por no aprovechar mejor el tiempo leyendo un buen libro, me niego, me niego a todo, no quiero ser algo, no quiero ser eso hacia lo que todos os volvéis cuando identificais mis pasos acercándose por el pasillo, porque, sentados en el sofá, esperáis ver aparecer mi rostro en el vano de la puerta, mi rostro, tal vez más pálido o más delgado que de costumbre, o con ojeras, o aspecto más cansado, pero mi rostro, y yo me niego a que lo veáis, porque entonces estaréis seguros de quiénes sois vosotros, y me niego a ser una referencia de esa identidad que tanto trabajo os ha costado construir en vuestro absurdo empeño por conoceros a vosotros mismos.

Ojalá que alguien entienda, ojalá que yo misma entienda, dentro de unos años.

2 +:

Rudo Curtir dijo...

Yo también quiero entender.

Ada dijo...

No perderemos nada por intentarlo.