Era la primera vez que ponía el pie en su casa y me dijo que quería enseñarme una cosa.
Me llevó a una habitación pequeña; un armario empotrado, una cama diminuta, como de juguete, flanqueada por estuches de instrumentos de cuerda. Una estantería llena de libros.
Abrió el armario y buscó entre un desorden de mantas y sábanas con olor a viejo. Yo me senté al borde de la cama, temiendo que se rompiera bajo mi peso. Pero no se rompió.
Sacó una caja del armario y se sentó a mi lado. Abrió la caja y dentro había una pistola. Era pequeña y vieja.
Tuve miedo.
Él me dijo que había sido de no sé qué pariente suyo militar, del año no sé cuántos; yo no le escuchaba, sólo podía mirar la pistola, y la boca del cañón, y mientras me hablaba la manipulaba y sacaba de la caja una caja más pequeña, en la que había balas, y, escogiendo una, la colocaba en la recámara con cierta dificultad, y en mi cabeza no podían parar de sucederse escenas en las que él amartillaba el arma, y me miraba y luego me disparaba, y mi fantasía no se detenía ahí, porque llegaba incluso al momento en el que le comunicaban a mi madre que me habían encontrado muerta de un tiro en la cabeza en un sitio del que ella nunca había oído hablar.
miércoles, 15 de junio de 2011
La pistola
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