viernes, 13 de mayo de 2011

Historia (casi) ficticia

La madre de Carlotita Kovalski era una madre ejemplar. A pesar de esto era incapaz de conseguir que una caja de tranquilizantes le durase más de dos días. Pero, eso sí, su colada era siempre la más blanca, y su casa la más reluciente. Es una ocasión, una visita comentó que estaba todo tan limpio que se podría comer en el suelo, y a la madre de Carlotita se le escapó una lágrima de emoción, porque jamás le habían dicho nada más bonito que aquello. Además recordaba siempre todos los cumpleaños y fechas señaladas con una facilidad pasmosa, y asistía a todos los funerales de allegados (o no) y daba su particular pésame con un rictus trágico en el rostro, que recordaba vagamente a la ópera bufa. Cocinaba, cosía, planchaba y trabajaba más y mejor que nadie. Con su fino olfato detectaba cualquier olor sospechoso. Su enfermiza obsesión por el orden y la limpieza es hoy denominada neurosis por psicólogos y psiquiatras. No es de extrañar, pues, que una caja de tranquilizantes le durase dos días, y no más.

Se había casado a los veinte años con un trapecista ruso llamado Alexei Kovalski. Se conocieron durante una de las sesiones que el circo ofrecía diariamente. Se vieron, se enamoraron, se retiraron discretamente tras la jaula del hombre-elefante, se casaron al día siguiente, y, tres días después, Alexei se enamoró de una amazona coja que bizqueaba profusamente cada vez que pronunciaba la palabra Rachmaninov, claro que esto no sucedía muy a menudo, pues ella prefería a Chopin y Debussy. Pepita Fuentes, que así se llamaba la sufrida madre de Carlotita Kovalski, se quedó con las ganas y con un espermatozoide de Alexei fecundando uno de sus óvulos. A los nueve meses nació Carlotita Kovalski Fuentes, sin tener ni la más remota idea de la que estaba por caerle encima: una madre neurótica, sobreprotectora e histérica hasta rozar el más absoluto delirio. Eran frecuentes sus recriminaciones de tipo: ¡He tenido que matarme a trabajar para sacarte adelante sola, y tú callejeando por ahí! Esto era, claro está, oportunamente subrayado por un llanto de espontaneidad asombrosa. Pero Carlotita sabía que lo tenía ensayado y, como además había heredado la naturaleza despreocupada de su padre, le tiraba de un pie lo que su madre le dijese o le dejase de decir; y así fue que la convivencia entre madre e hija se fue deteriorando.

Llegaron a un punto en el que Pepita sólo se dirigía a su hija para atormentarla con sermones acerca de los peligros de la cafeína. Carlotita fue creciendo, alimentada con el eterno discurso materno que abominaba los efectos del café, y que terminaría convirtiéndose en un sermón que, día tras día su madre le recordaba invariablemente, como un extraño y obsesivo delirio religioso. Carlotita contaba entonces diecisiete años y no se relacionaba con nadie más que con su madre, y eso que ella con su madre no se hablaba. Empezó el colegio a los cinco años y lo terminó a los ocho, habiendo obtenido una media de matrícula de honor en todos los cursos. Como es comprensible, los demás alumnos del colegio la odiaban y, de todos modos, en tres años ella no había tenido el tiempo ni el interés para dedicarse a fomentar sus habilidades sociales, porque estaba ocupada leyendo a Kafka, Sartre y a Sánchez Dragó, y estudiando física cuántica y mecánica de fluidos.

El mismo espectáculo se repetía cada vez que Carlotita llegaba a casa con el impresionante boletín de notas desplegado en su mano de niña pequeña. Si su madre no montaba, literalmente, en cólera era, únicamente, porque la cólera no estaba ensillada:

-¡Esto no es suficiente! -bramó- ¡No te esfuerzas nada, y eso que sabes que me mato a trabajar para que tengas una buena educación! Y, ¿tú te atreves a agradecérmelo con estas notas tan mediocres?

Entonces, Carlotita solía cerrar los ojos, respirar hondo, y retirarse a su habitación, buscando consuelo en la lectura solitaria del Ulises de Joyce.

Pero volvamos a la Carlotita adulta, a la mujer de diecisiete años que había terminado con inmejorables calificaciones las carreras de medicina (Carlotita se había especializado en neurocirugía, pero todo aquello le había parecido muy infantil y se había aburrido enseguida), arquitectura, ingeniería de minas, filosofía y letras, periodismo, derecho, bellas artes, y logopedia. Por aquel entonces, Carlotita observaba detenidamente cada movimiento de su madre, pues estaba convencida de que, últimamente, se tomaba caja y media de tranquilizantes al día. No es que le preocupara su salud, sino que gustaba de estudiar los curiosos trastornos de conducta que la habitual sobredosis de pastillas provocaba en su madre. Las arengas anticafeínicas eran un clarísimo ejemplo de sobredosis de tranquilizantes, pero Carlotita había observado que, durante los últimos días, la conducta de su madre se había enrarecido hasta llegar a cotas nunca antes alcanzadas. Ya no se atrevía a usar el microondas, porque cada vez que abría la portezuela creía ver unos ojos que, blancos y brillantes, la acechaban desde la oscuridad, amenazándola. Carlotita, que estaba haciendo el doctorado en psiquiatría observaba, analizaba, asentía, y apuntaba todo lo que veía en una libretita de tapas negras.

Pasó el tiempo y la madre de Carlotita, tuvo un día la ocurrencia de probar de una vez por todas el café que tanto tiempo de su vida había dedicado a criticar, pues la curiosidad le picaba en un lugar donde es muy difícil rascarse.

-Una tacita no va a matarme -se decía para darse ánimos.

Pero al segundo sorbo de café, Pepita se atragantó y, entre toses y terribles estertores, murió. Carlotita, al encontrarla, y habiendo deducido inmediatamente la causa de su muerte, sonrió débilmente y se dijo: Pues sí que tenía razón mi madre.

Ofició el funeral el mismo hombre que, tiempo atrás, casara a la finada y bautizara a su hija. El padre Faustino se quedó de una pieza al encaramarse al púlpito y percatarse, alzando la vista hacia los bancos, de que allí no se había congregado nadie, ni siquiera una sola ánima descarriada.

-Vaya... -fue lo único que atinó a farfullar.

Permaneció allí de pie durante un cuarto de hora, con la inquietante sensación de que aquello no podía estar pasando. Distraído, lamentó para sí que el maravilloso sermón, trufado de elogios a la difunta, no fuera escuchado por nadie y, finalmente, saliendo de su embeleso, decidió bajar del púlpito, como un urraco que abandona su nido. Tiernamente palpó, por encima de la sotana, el fajo de billetes que, tan amablemente, Carlotita le había dispensado para dar digna sepultura a su progenitora. El cura se sonrió pensando que a cualquiera de aquellas dos chaladas, madre (que Dios la tenga en su gloria) o hija, les iba a resultar muy difícil entrar en el glorioso reino de los cielos. Volvió a acariciar el bulto que formaba el dinero bajo la raída tela negra y pensó que a él, en cambio, no le iba a ser nada complicado acceder al paraíso y a sus divinas prestaciones, porque Paraíso era el nombre del puticlub más cercano.

Mientras todo esto sucedía Carlotita viajaba en primera clase rumbo a Washington D.C. A su lado se sentaba un tipo maduro, alto, fuerte y de barba tupida pero pulcra y virilmente recortada. El tipo, que era ruso, había hablado un poco con ella al comienzo del vuelo. Se llamaba Alexei Yurinov y era un importante cargo político de Rusia. Iba a hacer una visita diplomática al presidente de los EEUU. Lo que ella no sospechaba era que aquel moscovita se había cambiado el apellido años atrás para poder iniciar una carrera política digna y respetable. Nadie necesitaba saber que, en su juventud, había sido trapecista en un circo ambulante.

Y lo que Alexei Yurinov tampoco sospechaba era que aquella curiosa joven que se sentaba a su lado, codo con codo, era su propia hija, que en Washington cogería otro avión que la llevaría Colombia donde, si todo iba según lo previsto, se compraría unas cuantas plantaciones de café.

Carlotita se sonrió. ¡Cuánta razón había tenido su madre...!

28.11.2003