Cuando era pequeña en los columpios del parque
había arena -una arena
gris sucia un olor húmedo helado-
y peligrosos filos
y esquinas peligrosas
Ahora hay una moqueta de colores
alegres
asientos de goma
redondeados -no vaya a ser-
peldaños a ras de suelo
si acaso algún metal, acero inoxidable
de impecable pulido
-si acaso alguien se cae que aterrice
blandamente
en
la moqueta-
sano y salvo mi pequeño
está bien
¡¡¡¡¡¿MI PEQUEÑO ESTÁ BIEN?!!!!!
¡¡¡¡¡¿DIOS MÍO QUÉ LE HA PASADO?!!!!! -no me dejes, no te vayas, etc.-
Cuando era pequeña los niños podían sangrar
y hacerse daño
y morir, incluso
morir, ¿por qué no?
Nada nos lo impedía
ni siquiera
nuestras madres histéricas.
Cuando era pequeña la vida era más parecida a
la realidad.
martes, 9 de agosto de 2011
Reenactment
viernes, 5 de agosto de 2011
eso no, hermanito
Cuando eres niño apenas eres consciente de nada; vives a través de tus padres y de poco más te enteras. Si tu madre está triste, te pones triste, si tu padre te trae un huevo kinder al volver de trabajar te alegras pero, sin saberlo, lo que realmente te alegra es ver cómo te mira él cuando te da el regalo. Cuando sales a pasear, correteas varios metros por delante de ellos, pensando en cosas que únicamente tienen sentido para ti solo y en ese preciso instante. Y de los hechos puntuales, sencillamente no te enteras.
Mi hermano me contó que, cuando yo era pequeña, una tarde, mi madre estaba triste. Él le preguntó qué le pasaba. Y ella le contó que, un poco antes, venía de camino a casa conmigo y yo había visto algo en un escaparate que me había llamado la atención. Era una baratija de cuatro pesetas, pero a mí me gustaba, lo quería. Y ella no me lo pudo comprar porque no tenía dinero. No tenía dinero en ese momento, pero tampoco habría podido comprármelo aunque hubiera tenido algo, porque era fin de mes y eran malos tiempos. Y ella lloraba, porque no soportaba pensar que no me podía comprar una mierda de cuatro pesetas, seguramente de plástico y de colores brillantes que yo, seis, siete años, había visto en un escaparate, y seguramente olvidado diez minutos después. Y mi madre llorando.
Y no es justo.
Y me pareció tan triste que tuve que pedirle a mi hermano que, aun tratándose de una despedida, recordase cosas que fueran alegres o al menos lo parecieran. Le pedí a mi hermano, la víspera de su marcha, que se guardase su emotividad donde le cupiera. Si tuviera siete años podría aducir que lo hice inconscientemente, pero no es el caso, porque ahora apenas lloro por empatía, y es una situación mucho más triste y horriblemente solitaria.
Escapo del retorno a la infancia, de conectar emotivamente con otras personas, de operar psicológicamente a un nivel colectivo con los demás. Me obsesiona mi individualidad, conservar mis rasgos, conservar, conservar, conservar, distinguirme de
Lo hice en defensa propia. Lo hago en defensa propia.
O quizá sólo tenga miedo.
O sea una ignorante.
me cuesta tanto entender
necesito entender
necesito entender.
jueves, 4 de agosto de 2011
miércoles, 3 de agosto de 2011
lunes, 25 de julio de 2011
J
¿Quién soy yo para jugar a exorcismos? La misma que soy para juzgar a mi hermano.
Mi hermano es barítono; tiene una bonita voz cuando canta. También toca el piano; lo hace por vanidad. Lo sé porque me lo contó un día, un día no mucho después de aquello, cuando me llamó por mi nombre desde el salón, donde tocaba el piano. Cuando me presenté ante él comenzó un discurso que, supongo, pretendía ser más didáctico que aleccionador, sin conseguirlo. Unos días antes yo había demostrado a todos que era un fracaso, otro más, el tercero en mi familia. Él, en su calidad de primer fracasado, me dijo muchas cosas, como que tenía que encontrarme a mí misma y que debía volver a mis raíces, a mi leer constante, a mi hacer constante. Todo esto lo decía sin dejar de tocar, no recuerdo qué era, si Chopin o Ravel, o Debussy, y yo me sentía diminuta, y estúpida, y su condescendencia me pesaba sobre la espalda y al mismo tiempo me reconfortaba, porque, en cierto modo no aconsejaba, sino que ordenaba, y siempre se me ha dado bastante bien obedecer antes que seguir mi propia disciplina. Y yo miraba sus manos moverse sobre las teclas blancas y algunas negras, y miraba la superficie del piano, tan brillante, de un negro impenetrable, y la miraba porque no me atrevía a mirarle a él. Mi hermano creía y tal vez aún crea que aquello pasó porque yo me drogaba.
Uno cree que los demás hacen lo que uno hace y que los demás no hacen lo que uno no hace.
Mi hermano intentó suicidarse con veintipocos años, cuando yo tenía unos siete. Parece que tomó pastillas y que al poco, asustado, llamó al cura de nuestra parroquia para avisarle de lo que había pasado. Mis padres, que estaban de vacaciones, recibieron una llamada telefónica al poco de llegar a casa, y fue entonces cuando les dijeron que mi hermano estaba en el hospital y que le habían hecho un lavado de estómago. Aquel año había ido a la universidad, a una ciudad lejos de casa, fundado nuevas amistades y descubierto lo divertidas que son las drogas. Dejó todas las asignaturas del curso. Si el intento de suicidio fue real o si sólo se tomó dos pastillas, no lo sé, aunque tengo mis teorías al respecto, pero sé muy bien por qué lo hizo, o por qué fingió que lo había hecho.
A mi hermano le gusta hablar cuando está de humor para hablar, pero lo que le gusta de verdad es tener razón. Mis opiniones casi siempre son recibidas con desprecio o, en el mejor de los casos, condescendencia, porque yo qué sabré de la vida, si soy una niñata y jamás he estado en una barra americana, y no sé qué más. En eso no le puedo quitar razón, soy una niñata y jamás he estado en una barra americana, aunque he vivido durante dos años rodeada de puticlubs y nunca me pasó nada, y eso que a veces vovía a casa a las cinco de la mañana sola y con miedo y sintiendo no ser lo suficientemente valiente para emborracharme de verdad hasta perder el conocimiento y acostarme sórdidamente con desconocidos para así dar forma física a mis miserias y tener verdaderos motivos, motivos tangibles para ser una desgraciada, y pensando en dormir dieciséis horas seguidas y quizás, con suerte, no volver a despertar. Pero yo tampoco me he drogado apenas, ni me he emborrachado apenas, ni he aprendido apenas. Yo no he sufrido nunca, y esto no está pasando. Es cierto que soy una ignorante, es cierto que soy una fracasada, y también es cierto que lo que yo he sufrido no es más que lo que cualquier otra persona puede haber sufrido en un sólo día de su vida, porque hasta para mi propio fracaso soy mediocre. El fracaso en el fracaso: el metafracaso, eso soy yo.
A mi hermano le gusta juzgar a los demás, aunque tenga en el ojo una viga del tamaño de un portaaviones.
Aquel día, mientras tocaba el piano, mi hermano me daba a entender que él sabía quién era gracias a las cosas que hacía y pensaba. Yo no sé apenas nada del mundo, y dudo mucho que nadie sepa quién es o que lo pueda llegar a saber algún día. Me niego a aceptar que tocar el piano y cantar y tirarse pedos sean indicadores de la identidad, me niego a aceptar la necesidad de construir una identidad, me niego a que me presenten diciendo ésta es Ada, es escultora, le gusta cocinar aunque le da mucha pereza, tiene problemas de ansiedad, le gustan los pepinillos en vinagre y, en sus ratos libres le gusta ver la tele aunque luego se siente culpable por no aprovechar mejor el tiempo leyendo un buen libro, me niego, me niego a todo, no quiero ser algo, no quiero ser eso hacia lo que todos os volvéis cuando identificais mis pasos acercándose por el pasillo, porque, sentados en el sofá, esperáis ver aparecer mi rostro en el vano de la puerta, mi rostro, tal vez más pálido o más delgado que de costumbre, o con ojeras, o aspecto más cansado, pero mi rostro, y yo me niego a que lo veáis, porque entonces estaréis seguros de quiénes sois vosotros, y me niego a ser una referencia de esa identidad que tanto trabajo os ha costado construir en vuestro absurdo empeño por conoceros a vosotros mismos.
Ojalá que alguien entienda, ojalá que yo misma entienda, dentro de unos años.
miércoles, 15 de junio de 2011
La pistola
Era la primera vez que ponía el pie en su casa y me dijo que quería enseñarme una cosa.
Me llevó a una habitación pequeña; un armario empotrado, una cama diminuta, como de juguete, flanqueada por estuches de instrumentos de cuerda. Una estantería llena de libros.
Abrió el armario y buscó entre un desorden de mantas y sábanas con olor a viejo. Yo me senté al borde de la cama, temiendo que se rompiera bajo mi peso. Pero no se rompió.
Sacó una caja del armario y se sentó a mi lado. Abrió la caja y dentro había una pistola. Era pequeña y vieja.
Tuve miedo.
Él me dijo que había sido de no sé qué pariente suyo militar, del año no sé cuántos; yo no le escuchaba, sólo podía mirar la pistola, y la boca del cañón, y mientras me hablaba la manipulaba y sacaba de la caja una caja más pequeña, en la que había balas, y, escogiendo una, la colocaba en la recámara con cierta dificultad, y en mi cabeza no podían parar de sucederse escenas en las que él amartillaba el arma, y me miraba y luego me disparaba, y mi fantasía no se detenía ahí, porque llegaba incluso al momento en el que le comunicaban a mi madre que me habían encontrado muerta de un tiro en la cabeza en un sitio del que ella nunca había oído hablar.
domingo, 12 de junio de 2011
S
¿Recuerdas aquellos días tan tristes?
Yo estaba en aquel piso diminuto con A, y su presencia lo ocupaba todo, y no me permitía ni siquiera llorar en secreto. No vivía, sino que dejaba que el tiempo pasara a mi lado, y por las noches escuchaba aquel disco de Joy Division, que nunca he vuelto a escuchar, y me quedaba mirando las paredes como si esperase disolverme y dejar de existir. De día dormía y al despertar encendía un cigarrillo y pensaba que ojalá no hubiera nacido nunca. A veces A, como tantas otras personas a lo largo de mi vida, me miraba de una manera entre la compasión y la censura y yo la odiaba y quería que se muriese o que le sucediera algo horrible.
Tú no lo sabías, pero yo quería desaparecer, aunque te quería más que a nada en mi vida, hubiera preferido desaparecer y dejaros tranquilos a todos.
No quería hablar con mis amigas porque siempre he sentido que me tenían miedo cuando estaba así. Luego mi abuela enfermó y mi madre me dijo que el cáncer estaba en todas partes y que sólo quedaba esperar. Lo peor fue que, a medida que pasaba el tiempo, fue dejando de hablar y nunca más dijo nada hasta el día de su muerte. Lo peor fue que no pude o no supe o no me atreví a decirle que la quería antes de que muriera. Tú viniste a verme, fuiste de mucha ayuda. Aquellos días, meses, yo estaba destrozada y pasaste, quizá, el peor año de tu vida. Pero yo no podía hacer nada porque ni siquiera me preocupaba mucho de comer.
Aquél verano y los siguentes lo único que me animaba era volver a casa con mis amigas, pero tú tenías celos, porque tú no tenías amigos, o porque tus amigos sólo salían los sábados a beber y emborracharse y perder el conocimiento. Y cuando quedaba contigo no podía contarte lo que había hecho con ellas, porque me había divertido y tu estabas jodido, y te dolía que yo me divirtiera mientras tú sufrías, y preferías no saberlo. Me decías que la gente acababa cansándose de ti. Yo no lo entendía muy bien.
Cuando me venía abajo tú me dabas ánimos y me decías que yo podía superarlo, y que seguro que las cosas me irían mejor. Un día, lo recuerdo, decidí volver a vivir y las cosas empezaron a irme mejor, pero tú te sentiste desplazado y me decías que ya no te hacía caso, que no te escuchaba, y era cierto, porque mi cabeza y mi cuerpo estaban muy ocupados intentando volver a funcionar correctamente, y no podía permitirme cuidar de ti como hasta entonces. Pero en vez de entender esto y tratar de que tú lo entendieras, me sentí culpable y me quedé metida en casa, cuidando de ti desde la distancia.
Recuerdo aquel cumpleaños. Yo estaba muy contenta porque, por primera vez en muchos años tenía amigos lejos de mi casa; habíamos cenado juntos tú, yo, M, L y G, y lo habíamos pasado muy bien. Me trajisteis una tarta diminuta con dos velas en forma de 25 y luego nos fuimos a tomar algo al Potemkin. Y cuando menos me lo esperaba me dijiste que no estabas seguro de lo nuestro, o algo así, y cuando te pregunté por qué me dijiste que no querías hacerme más daño, y yo recordé que eso mismo me lo habías dicho ya un par de años antes una noche que, borracho, también querías dejarme. Yo les dije a M y a L que me iba a casa y al final volvimos todos juntos, casi en fila y en completo silencio, tú detrás de mí con la cabeza baja como un niño al que le acaban de echar la bronca. Si lo pienso ahora fue bastante patético. A mitad de camino intenté que me dieras la mano para que comprendieras que no te odiaba, pero tú no me la diste.
Al llegar a casa empezaste a llorar y yo estaba tranquila, y te volví a preguntar por qué, y tú me decías que me querías, pero que tenías la impresión de que yo no quería estar contigo, y de que, de alguna manera, me hacías daño, y yo te dije que era muy egoísta por tu parte intentar dejarme por semejante motivo sin tener en cuenta mi opinión. Y tú lloraste más, y yo también y me pediste perdón y lo solucionamos todo.
Con el tiempo descubrí que no me habías querido dejar por temor a resultarme una carga, sino antes bien porque ese año yo no te hacía tanto caso como antes y habías conocido a otra que te gustaba y que, sabiendo que nuestra situación era complicada, te había dejado su puerta abierta. Después comprendí que, si quisiste dejarme al poco de empezar, fue porque en realidad tú no querías estar conmigo, porque tenías miedo de hacerte daño o de que te lo hiciera yo.
No puedo censurar tus motivos, pero hace no mucho que te hartaste de llamarme mentirosa. Y yo tuve que agachar la cabeza y darte la razón.
En realidad nunca quisiste que me pusiera bien. Cuando estaba mal todo mi mundo se reducía a ti, porque fuera de los muros de mi casa yo no vivía y así, mi único vínculo con el mundo eras tú, y yo me esforzaba por cuidarte y tratarte lo mejor posible, porque me eras un bien muy preciado, y porque quererte por encima de todo era lo único que me hacía sentir como una persona. El día que me eché fuera de casa tú tiraste con fuerza de la correa, y no me quedó más remedio que volver adentro. No es un reproche. Mi actitud para contigo era igualmente patética.
Me llamaste cobarde y mentirosa. Estoy harta de que proyectéis vuestros defectos en mí, que todo lo que hice fue quereros como erais. No es culpa mía que no fuerais capaces de aceptarlo.
viernes, 10 de junio de 2011
Monólogo casi ficticio
viernes, 3 de junio de 2011
P
all these accidents that happen
follow the dot
coincidense makes sense
only with you
you don't have to speak
i feel
emotional landscapes
they puzzle me
then the riddle gets solved
and you push me up to
this state of emergency
how beautiful to be!
state of emergency
is where i want to be
all that no-one sees
you see
what's inside of me
every nerve that hurts you heal
deep inside of me
you don't have to speak - i feel
emotional landscapes
they puzzle me
confuse
then
the riddle gets solved
and you push me up to
this state of emergency
how beautiful to be!
state of emergency
is where i want to be.
björk
Etiquetas: recuerdos, sin música
viernes, 20 de mayo de 2011
Hola, mamá
recuerdo cuando era pequeña y me hacías aquellos vestidos tan bonitos, y me ponías lazos y zapatos a juego. también recuerdo aquella camiseta blanca sin mangas; me habías hecho unas bermudas con una tela estampada con dibujitos de frutas, y habías recortado una naranja para cosérsela a aquella camiseta, y así, camiseta y bermudas, formaban un conjunto prácticamente inseparable. también recuerdo un vestido blanco y turquesa, al que le habías puesto de adorno un pin con la forma de unas gafas de sol diminutas. recuerdo cosas, pero no las suficientes.
mamá
los niños te rehúyen y yo no les culpo
mamá
siempre me has acusado de renegar de tu afecto, pero tú esperabas demasiado de mí y yo era pequeña y no podía hacer otra cosa más que apartarme para que no me hicieras más daño
mamá
cuando conseguía hacer algo de lo que me enorgullecía tú no solías darle mayor importancia
mamá
cuando hablaba no me escuchabas y ahora comprendo de quién lo aprendió J
mamá
llevo tanta rabia dentro que a veces quisiera matar a alguien o matarme yo
mamá
soy incapaz de liberarme de esa rabia porque tú me enseñaste que eso está mal y que las niñas no hacen eso, porque tienen que ser dulces y educadas
mamá
recuerdo que, a los ocho años, me mordía los brazos para dejarme marcas y decirte, cuando volvías de trabajar, que me lo había hecho algún niño en el colegio
mamá
dime por qué me siento culpable por no conseguir ser una máquina irracional de felicidad.
martes, 17 de mayo de 2011
1 de octubre de 2005
Quiero saber lo que significa estar enferma para poder simular que lo estoy. Puede que así no me sintiera tan triste. Decir triste es decir perdido a veces es decir mediocre, es decir asustado.
Después de la despedida tengo que reagruparme; me reconcentro como el vapor, para formar una gota, porque si consigo recobrar mi cuerpo, si entonces me estrello contra el suelo estallaré, y así al menos podré saber cómo es el dolor. Yo ya lo conozco, pero no de verdad, porque eso sólo se siente y se comprende estando despierto, y yo llevo mucho tiempo dormida.
Así que me reagrupo. Ajusto las vértebras, tenso los músculos y abro los ojos para tratar de entender por qué siempre me pasa lo mismo. Detrás de mí, lo siento, está esperándome para seguirme hasta mi casa, y no se detiene en el umbral, sino que se mete conmigo en la cama y, por las mañanas, me sujeta los brazos y las piernas para que no pueda levantarme. Me hace llorar y hace que piense que estoy siempre sola
que mis palabras nadie las escucha
que no tengo gracia
que no debí haber nacido nunca
que estoy vacía
que soy estúpida
que no tengo talento
que no merezco la confianza de nadie
que mis padres no son felices por mi culpa
que soy la más egoísta
que todos me odian
que todos me olvidan
que a nadie le importo nada
que he sido cruel durante toda mi vida
que realmente soy una mala persona
que mis hermanos no me quieren
que mi vida será larga y aburrida
que jamás haré nada que perdure
que mis ideas no son inteligentes
que nadie irá a mi funeral
que no tiene sentido vivir
que las palabras están vacías
que el amor que yo creo que es único es tan banal como cualquier otro
que nunca podré ser feliz
que no soy especial
que tal vez lo fui y lo dejé escapar,
que la tristeza me lo ha robado todo y ahora que lo he comprendido quiero hundirme para siempre, para siempre en ella. Y lo realmente complicado no es sonreír y hacerles creer que yo soy como todos los demás. Lo realmente complicado es apartar todos esos pensamientos de mi cabeza.
lunes, 16 de mayo de 2011
26 de septiembre de 2005
No estoy paranoica. Mis visiones apocalípticas no son síntoma de una locura incipiente. La otra noche soñé que la tierra se reblandecía como un tomate podrido, y su corteza se deshacía, replegándose en sí misma y fundiéndose dentro del núcleo incandescente. Y todos íbamos a morir, pero sólo parecía importarme a mí.
viernes, 13 de mayo de 2011
Historia (casi) ficticia
La madre de Carlotita Kovalski era una madre ejemplar. A pesar de esto era incapaz de conseguir que una caja de tranquilizantes le durase más de dos días. Pero, eso sí, su colada era siempre la más blanca, y su casa la más reluciente. Es una ocasión, una visita comentó que estaba todo tan limpio que se podría comer en el suelo, y a la madre de Carlotita se le escapó una lágrima de emoción, porque jamás le habían dicho nada más bonito que aquello. Además recordaba siempre todos los cumpleaños y fechas señaladas con una facilidad pasmosa, y asistía a todos los funerales de allegados (o no) y daba su particular pésame con un rictus trágico en el rostro, que recordaba vagamente a la ópera bufa. Cocinaba, cosía, planchaba y trabajaba más y mejor que nadie. Con su fino olfato detectaba cualquier olor sospechoso. Su enfermiza obsesión por el orden y la limpieza es hoy denominada neurosis por psicólogos y psiquiatras. No es de extrañar, pues, que una caja de tranquilizantes le durase dos días, y no más.
Se había casado a los veinte años con un trapecista ruso llamado Alexei Kovalski. Se conocieron durante una de las sesiones que el circo ofrecía diariamente. Se vieron, se enamoraron, se retiraron discretamente tras la jaula del hombre-elefante, se casaron al día siguiente, y, tres días después, Alexei se enamoró de una amazona coja que bizqueaba profusamente cada vez que pronunciaba la palabra Rachmaninov, claro que esto no sucedía muy a menudo, pues ella prefería a Chopin y Debussy. Pepita Fuentes, que así se llamaba la sufrida madre de Carlotita Kovalski, se quedó con las ganas y con un espermatozoide de Alexei fecundando uno de sus óvulos. A los nueve meses nació Carlotita Kovalski Fuentes, sin tener ni la más remota idea de la que estaba por caerle encima: una madre neurótica, sobreprotectora e histérica hasta rozar el más absoluto delirio. Eran frecuentes sus recriminaciones de tipo: ¡He tenido que matarme a trabajar para sacarte adelante sola, y tú callejeando por ahí! Esto era, claro está, oportunamente subrayado por un llanto de espontaneidad asombrosa. Pero Carlotita sabía que lo tenía ensayado y, como además había heredado la naturaleza despreocupada de su padre, le tiraba de un pie lo que su madre le dijese o le dejase de decir; y así fue que la convivencia entre madre e hija se fue deteriorando.
Llegaron a un punto en el que Pepita sólo se dirigía a su hija para atormentarla con sermones acerca de los peligros de la cafeína. Carlotita fue creciendo, alimentada con el eterno discurso materno que abominaba los efectos del café, y que terminaría convirtiéndose en un sermón que, día tras día su madre le recordaba invariablemente, como un extraño y obsesivo delirio religioso. Carlotita contaba entonces diecisiete años y no se relacionaba con nadie más que con su madre, y eso que ella con su madre no se hablaba. Empezó el colegio a los cinco años y lo terminó a los ocho, habiendo obtenido una media de matrícula de honor en todos los cursos. Como es comprensible, los demás alumnos del colegio la odiaban y, de todos modos, en tres años ella no había tenido el tiempo ni el interés para dedicarse a fomentar sus habilidades sociales, porque estaba ocupada leyendo a Kafka, Sartre y a Sánchez Dragó, y estudiando física cuántica y mecánica de fluidos.
El mismo espectáculo se repetía cada vez que Carlotita llegaba a casa con el impresionante boletín de notas desplegado en su mano de niña pequeña. Si su madre no montaba, literalmente, en cólera era, únicamente, porque la cólera no estaba ensillada:
-¡Esto no es suficiente! -bramó- ¡No te esfuerzas nada, y eso que sabes que me mato a trabajar para que tengas una buena educación! Y, ¿tú te atreves a agradecérmelo con estas notas tan mediocres?
Entonces, Carlotita solía cerrar los ojos, respirar hondo, y retirarse a su habitación, buscando consuelo en la lectura solitaria del Ulises de Joyce.
Pero volvamos a la Carlotita adulta, a la mujer de diecisiete años que había terminado con inmejorables calificaciones las carreras de medicina (Carlotita se había especializado en neurocirugía, pero todo aquello le había parecido muy infantil y se había aburrido enseguida), arquitectura, ingeniería de minas, filosofía y letras, periodismo, derecho, bellas artes, y logopedia. Por aquel entonces, Carlotita observaba detenidamente cada movimiento de su madre, pues estaba convencida de que, últimamente, se tomaba caja y media de tranquilizantes al día. No es que le preocupara su salud, sino que gustaba de estudiar los curiosos trastornos de conducta que la habitual sobredosis de pastillas provocaba en su madre. Las arengas anticafeínicas eran un clarísimo ejemplo de sobredosis de tranquilizantes, pero Carlotita había observado que, durante los últimos días, la conducta de su madre se había enrarecido hasta llegar a cotas nunca antes alcanzadas. Ya no se atrevía a usar el microondas, porque cada vez que abría la portezuela creía ver unos ojos que, blancos y brillantes, la acechaban desde la oscuridad, amenazándola. Carlotita, que estaba haciendo el doctorado en psiquiatría observaba, analizaba, asentía, y apuntaba todo lo que veía en una libretita de tapas negras.
Pasó el tiempo y la madre de Carlotita, tuvo un día la ocurrencia de probar de una vez por todas el café que tanto tiempo de su vida había dedicado a criticar, pues la curiosidad le picaba en un lugar donde es muy difícil rascarse.
-Una tacita no va a matarme -se decía para darse ánimos.
Pero al segundo sorbo de café, Pepita se atragantó y, entre toses y terribles estertores, murió. Carlotita, al encontrarla, y habiendo deducido inmediatamente la causa de su muerte, sonrió débilmente y se dijo: Pues sí que tenía razón mi madre.
Ofició el funeral el mismo hombre que, tiempo atrás, casara a la finada y bautizara a su hija. El padre Faustino se quedó de una pieza al encaramarse al púlpito y percatarse, alzando la vista hacia los bancos, de que allí no se había congregado nadie, ni siquiera una sola ánima descarriada.
-Vaya... -fue lo único que atinó a farfullar.
Permaneció allí de pie durante un cuarto de hora, con la inquietante sensación de que aquello no podía estar pasando. Distraído, lamentó para sí que el maravilloso sermón, trufado de elogios a la difunta, no fuera escuchado por nadie y, finalmente, saliendo de su embeleso, decidió bajar del púlpito, como un urraco que abandona su nido. Tiernamente palpó, por encima de la sotana, el fajo de billetes que, tan amablemente, Carlotita le había dispensado para dar digna sepultura a su progenitora. El cura se sonrió pensando que a cualquiera de aquellas dos chaladas, madre (que Dios la tenga en su gloria) o hija, les iba a resultar muy difícil entrar en el glorioso reino de los cielos. Volvió a acariciar el bulto que formaba el dinero bajo la raída tela negra y pensó que a él, en cambio, no le iba a ser nada complicado acceder al paraíso y a sus divinas prestaciones, porque Paraíso era el nombre del puticlub más cercano.
Mientras todo esto sucedía Carlotita viajaba en primera clase rumbo a Washington D.C. A su lado se sentaba un tipo maduro, alto, fuerte y de barba tupida pero pulcra y virilmente recortada. El tipo, que era ruso, había hablado un poco con ella al comienzo del vuelo. Se llamaba Alexei Yurinov y era un importante cargo político de Rusia. Iba a hacer una visita diplomática al presidente de los EEUU. Lo que ella no sospechaba era que aquel moscovita se había cambiado el apellido años atrás para poder iniciar una carrera política digna y respetable. Nadie necesitaba saber que, en su juventud, había sido trapecista en un circo ambulante.
Y lo que Alexei Yurinov tampoco sospechaba era que aquella curiosa joven que se sentaba a su lado, codo con codo, era su propia hija, que en Washington cogería otro avión que la llevaría Colombia donde, si todo iba según lo previsto, se compraría unas cuantas plantaciones de café.
Carlotita se sonrió. ¡Cuánta razón había tenido su madre...!
28.11.2003
martes, 12 de abril de 2011
No continues left. El mundo al revés
Es una verdadera pena, ¿no te parece?, que todo tu esfuerzo más o menos bienintencionado por concienciarme de mi estupidez y de mi locura no llegara a ninguna parte. Sobre todo ahora que estás tan solo, tan solo.
Me llamabas paranoica. Pretendías derribar los esquemas mentales que considerabas erróneos en mí, y sustituirlos por los tuyos, que eran correctos. Yo te decía que yo no era tú, y que estabas intentando construirme. Y lo decía así porque no me atrevía a decirte que me estabas lavando el cerebro. Y tú me llamabas paranoica, y me recordabas que estoy enferma, y que mi paranoia era otro síntoma de una enfermedad que, según tú, sólo era posible tratar con pastillas.
-Estás enferma; eres una neurótica. Eso no eres tú, es tu enfermedad, tú eres otra cosa.
Supongo que, para ti, la otra cosa que yo debía ser se parecía mucho a ti mismo. Me recordabas mi enfermedad como si yo fuera de acero inoxidable y no sangrara. Al final llegué a creer que era realmente una paranoica, y que todo lo que tú hacías era bueno para mí, pero yo te avisé, y lo hice muchas veces, de mi vulnerabilidad, y tú me decías que sí y que lo tenías en cuenta, pero no era cierto. Me decías que yo me alejaba y no te dabas cuenta de que era justo al revés, de que cuanto más intentaba acercarme a ti, más te apartabas tú y, mientras, me decías que tú eras muy cariñoso y que yo, en cambio, no. Y llegué a creerte, pero, claro, cuando uno entra en el mundo al revés, ¿cómo no se va a creer lo que le dice el rey? Jamás fuiste cariñoso. Ni siquiera en los momentos en los que mejor te portaste conmigo lo fuiste. El cariño es otra cosa y tú, a diferencia de mí, no sabes lo que es. Y tengo unos cuantos testigos que podrán dar fe en caso de que fuera necesario. No como tú.
Me decías que te negabas a ser mi profesor, y yo te recordaba que jamás te lo había pedido. Ahora, dime, ¿qué te pedí?, dímelo si te atreves. Refréscame la memoria. En cambio tú sí que me pediste cosas a mí. Cosas que te di sin intereses y sin que las merecieras. Te quejabas de que no era tu deber ser mi profesor, y me repetías que no ibas a serlo; es mi profesión y no pienso extenderla a mi vida privada, me decías. Pues vale, te decía yo, no te lo he pedido. Tú seguías tratándome como a una alumna y quejándote, porque no querías ser mi profesor, y como no querías ser mi profesor pero no podías evitar serlo, me echabas la culpa a mí. También me prometías cosas que luego jamás cumplías, y que yo, desde luego, no te había pedido, pero a eso ya estaba bastante más acostumbrada.
Era mi obligación respetar todas tus manías. Las mías eran consideradas rasgos neuróticos peligrosos a neutralizar con la mayor eficacia y a la mayor brevedad. Tú te negabas rotundamente a cambiar nada de tu vida con respecto a mí. Yo cambié muchas cosas. De lo contrario no habría podido siquiera hablar contigo. Y luego me reprochabas que no me esforzaba lo suficiente por ti. Recuerdo muy bien tus:
REGLAS INMUTABLES A RESPETAR SI QUIERES TENER EL PRIVILEGIO DE MI COMPAÑÍA
1. Jamás hablo por el móvil. Como mucho, recibo y contesto sms.
2. Si he de hablar por teléfono sólo utilizo el fijo de mi casa, pero:
a) si me llaman, únicamente contesto a números que conozco y sólo a fijos.
b) prefiero ser yo el que llame, así que no me llames.
c) si estoy de humor para llamar, lo más probable es que lo haga por la mañana.
3. No te importa hablar por mensajería instantánea. Yo te digo que a mí sí me importa y que no me gusta. Tú me dices que me fastidie, que lo tome o lo deje. Yo me fastidio y lo tomo. Cuando utilizamos este sistema te enfadas conmigo a causa de los malentendidos que tienen lugar a través de él. Yo te digo que, entonces, hablemos por teléfono. Tú me dices que no. No, siempre el no, un no enorme, gigantesco, un no inamovible, irreprochable y perfecto en su autosuficiencia. Un no a todo, incluida yo, que sólo quería ayudarte y tratarte bien, no, no, no, no. Explícame ahora qué podía hacer yo, la tonta, para solucionar un problema imposible de solucionar, porque, por si todo esto fuera poco, te quejabas, te quejabas de que apenas hablábamos.
Me tenías atada de pies y manos y me llamabas vaga y desconsiderada porque no me levantaba del suelo. Querías tener una relación seria conmigo en la que yo tenía que cambiar prácticamente todo lo que era, y tú no tenías que mover ni una coma de tus libros. Misógino, hay muchas mujeres que, neuróticas como tú, creen que pueden cambiar completamente a sus hombres. A los hombres les revienta que las mujeres intenten eso con ellos. Es por cosas como esa que se vuelven misóginos. Yo te acepté como eras. ¿Te acuerdas?
Aquel verano, cuando me masturbaba, siempre lloraba después de correrme. Era algo que nunca antes en mi vida me había ocurrido. Y, ¿sabes?, lloraba de rabia, ahora lo sé, porque entonces pensaba que era tristeza; y te odiaba, y me odiaba a mí misma porque no podía entender cómo era posible apreciar y, al mismo tiempo, odiar a una misma persona. Aún hoy sigo sin comprenderlo. Tú me hablabas mucho de tu misoginia, y yo entendía entonces y entiendo ahora que las mujeres habían sido crueles contigo. De esto te quejabas mucho. Y, cuando me hablabas de que una de ellas, la única que fue realmente importante, te mandó al carajo después de muchos años y te hizo tanto daño, entonces no pude entenderlo. Pero ahora, ahora sí lo entiendo. Claro que lo entiendo. Te llamó paria, y eso fue lo que más te dolió, pero yo entiendo perfectamente lo que ella quiso decir. Que eres un pobre hombre. Eso es lo que eres, ni más ni menos.
Me pusiste en contra de una de las personas que más he querido en mi vida y le insultaste. Incluso me insinuaste que le denunciara.
Tú, oh, Gran Misógino y Sufridor Supremo de la Crueldad Femenina, has recibido las bofetadas y el daño que te han hecho otras con incomodidad, pero más o menos lo has acatado, y el cariño y el respeto, ¿te das cuenta de que los has recibido con verdadero terror? Odias tanto a las mujeres que, cuando finalmente llegó una a la que no podías odiar, tu mundo se vino abajo y saliste huyendo y echándole las culpas a ella. ¿Recuerdas el día en que te comenté que cuando una mujer se muestra dispuesta a todo con un hombre, éste casi siempre sale huyendo? Recuérdalo una vez más. Cometí el error de creer que tú, un hombre veinte años mayor que yo, se quedaría y aceptaría lo que pudiera darle. Pero me equivoqué. Tu sufrimiento no lo provoca nadie más, no busques fuera de ti, porque aunque tú realmente no creas que el motivo por el que estás solo seas tú mismo, sino el karma, en el fondo sabes la verdad. O puede que seas como una de esas mujeres -a las que tanto odias- que terminan creyéndose sus propias mentiras. Al final resultará que compartes bastantes más semejanzas de las que crees con esas criaturas a las que te jactas de aborrecer. Sé que tu mantra te funciona, así que sigue repitiéndotelo: no he venido aquí para hacer amigos. Es cierto. No hace falta que lo jures. Seguro que es el karma.
En mi vida, en único motivo posible de misandria eres tú. Ninguno de los otros puede arrogarse semejante honor y privilegio.
Ridiculízame todo lo que quieras; ya no voy a caer en ninguna más de tus trampas. Los demás no tienen ni la menor idea de quién eres, por eso les gustas y te encuentran divertido. Recuerdo que a mí me pasó exactamente lo mismo cuando te conocí. Pero yo sé quién eres, y también sé, ahora, que ni estoy loca ni soy tonta. Y que sí que tenías motivos para tenerme miedo. Y muchos, además. Ellos tampoco tienen ni idea de quién soy yo.
Ni, por supuesto, de todo lo mal que me lo hiciste pasar.
Quisiera poder sentir pena por ti, porque sé que estás enfermo y que sufres. Pero lo cierto es que no siento nada.
Adiós.
miércoles, 6 de abril de 2011
una vez cada pocos días te recuerdo
y pienso
en ti
omisiones
intentos de vuelo
que me engaña con recuerdos
felices.
sé, no obstante, y
aun sin pretenderlo,
que me desesperabas sin apenas esfuerzo
y yo
ni siquiera negaba
que fuera
cierto
cuando me mirabas
con ojos de cachorro
de niño perdido
que no puede evitarlo.
todo el daño que te hice
te lo hice a la vez queriendo
y sin querer.
lunes, 28 de marzo de 2011
Conversación (casi) ficticia
-I want my heart to pump your blood... and my lungs to give you air.
-I love you.
-I love you too.
lunes, 21 de marzo de 2011
Conversación ficticia
-Tell me what you see.
-What I see in you?
-...what you see.
-Well I see an enormous green field and a little girl is standing there, barefoot in the grass, picking yellow flowers with one hand while holding a little handful in the other. And then a boy is running towards her; I can see his knees are bruised, because he's wearing shorts and a little short-sleeved shirt. He walks up to her and she smiles and gives him the flowers. He takes her hand and they both start walking, and they make a promise to never look back.
jueves, 17 de marzo de 2011
A posteriori
Es cierto.
Pensaba, y a veces todavía lo pienso, que yo era mejor que todos ellos, tú incluido. Aunque contigo eso sólo me pasaba a veces.
Pero era bastante más complejo que eso.
-NIVEL 1 (exterior, visible): falsa humildad. No soy mejor que vosotros. Aunque muchas veces realmente lo siento.
-NIVEL 2 (subcutáneo, visible sólo en ocasiones a través del NIVEL 1): arrogancia/desprecio. Soy muy superior a todos vosotros, pobres estúpidos.
-NIVEL 3 (interno, invisible aunque susceptible de ser intuido): autodesprecio. Soy una mierda mediocre y lamentable. Y lo sé.
Estabas despechado y hablaste con gente que no conocías sobre cómo yo siempre (no siempre era así, aunque lamento que esa fuera tu impresión final) encontraba defectos en todo como si, de hecho, yo pudiera hacerlo mejor. La vida incluida. A veces era así.
Es cierto.
Pero yo nunca te lo negué; antes bien te lo confesé en más de una ocasión para que supieras quién era yo, para no engañarte, aunque omití el hecho de que también a ti te consideraba inferior. Porque te quería más que nadie, y porque pensar aquello, de aquella manera, me hacía sentir como una miserable, y no entendía que pudiera albergar sentimientos tan mezquinos hacia alguien a quien quería tanto. Pero yo no podía controlarlo, negarlo, ni obviarlo. Yo lucho conmigo misma todos los días para no convertirme en un monstruo. Tú nunca quisiste comprender esto. O quizá no pudiste.
Tampoco es que importe mucho ya.
A veces me gustaría poder ponerle riendas a mi cerebro, porque tal vez así podría llevarlo por donde yo quisiera, y no tendría que sentirme subordinada a él y a mis pulsiones. Pero no puedo, y sigo pensando que soy muy superior a todo el mundo, aunque más hacia dentro sepa que es más bien al revés.
De vez en cuando me gusta echarme la culpa a mí misma. Siempre se me ha dado bien la autocompasión. Soy cristiana.
Te quise mucho.
Inconscientemente.
domingo, 6 de marzo de 2011
Conversación (casi) ficticia
-The problem is that I see things in a certain way in my mind, and then in real life they don't usually turn out the way I imagined. And it's so very frustrating...
-Things being different in one's imagination and in real life is actually called life.
-... yeah, well... then I guess I'm no good at life.
Pero no importa, lo sigo intentando.
martes, 1 de marzo de 2011
Me miraste -estabas cansado- y dijiste:
-Y ahora, ¿qué hacemos?
Y yo te miré y no me moví, y me quedé callada con las manos en el regazo y la mochila entre los pies, y no te acaricié la mejilla ni te dije que te quería ni lloré ni te abracé ni te besé porque sabía que hacer algo -lo que fuera- terminaría irremediablemente en despedida.
[y tus ojos, en las despedidas...]
Porque yo sé que es posible que me muera en una de esas despedidas de una de esas miradas.